Antes de que la fotografía entrara en escena a mediados del siglo XIX, acudir a un pintor retratista era el único medio para quien deseaba un retrato, pero con el inconveniente de que sus altos costos lo hacían inalcanzable para la gran mayoría del público. Con la llegada de la fotografía y con ella el menor costo de los retratos se abrieron nuevos e impensados horizontes para satisfacer el deseo de las personas de inmortalizarse en una imagen.
Aunque, por su alto valor económico, un retrato fotográfico seguía siendo un privilegio de pocos, esta nueva técnica posibilitó que muchas más personas estuvieran en condiciones de pagar por el suyo, y la gran demanda surgida fue una de las razones por las cuales la fotografía se propagó tan rápidamente por el mundo entero.
En la segunda mitad del siglo XIX, el tamaño de una fotografía estaba limitado al tamaño de la placa fotosensible, así que para obtener fotos de buena dimensión había que usar placas de gran formato, de 20 × 25 cm e incluso mayores, tamaño que también facilitaba el retoque para corregir problemas de iluminación y defectos de la piel del retratado. Pero alojar en las cámaras estas grandes placas fotosensibles obligaba a que fueran unos enormes armatostes, que necesitaban a su vez unos sólidos y pesados soportes.
Por esto, inicialmente el fotógrafo retratista debía trabajar en su estudio, donde además disponía de todo un aparataje que le posibilitaba una buena escenificación para el retrato: vestimenta, cortinas, fondos, sofás, ventanas, marquesinas por donde entraba la luz natural (no había luz eléctrica), espejos, pantallas reflectoras y otros decorados.